
El Instituto Nacional del Cáncer Rosa Emilia Sánchez (Incart) se ha transformado, para muchos niños, en algo más que un hospital: es su refugio, su segundo hogar, el lugar donde se libran sus pequeñas, y a la vez inmensas, batallas diarias. Allí, en esas habitaciones que ya son suyas, los pequeños han instalado su infancia interrumpida: colchas con dibujos, peluches, cuadernos de colorear… y en los pasillos, que antes fueron solo tránsito médico, hoy corren risas, carreras, juegos improvisados. 64p5l
Cada carcajada que resuena entre las paredes del hospital es un triunfo, es decir, un acto de resistencia contra un monstruo silencioso que, colándose por las esquinas, se esconde entre diagnósticos y jeringas. Los niños se enfrentan a ese monstruo y no lo dejan ganar tan fácil. Resistiendo, ellos pintan de colores los pasillos grises y llenan de vida lo que otros verían como rutina clínica. Aunque hayan tenido que dejar sus casas, aquí han encontrado algo que se les parece: un espacio infantil donde el dolor convive con el amor, y donde el miedo se disfraza de valor. A pesar de todo, todavía sueñan y sonríen.
Aquí, también existen hadas madrinas. No llevan alas ni varitas mágicas, sino estetoscopios, batas blancas y ojeras de muchas noches. Una de ellas es la doctora Wendy Gómez, gerente de Pediatría del Incart, mujer de voz suave y fe inquebrantable, que carga con el peso de numerosas vidas pequeñas, sin nunca doblegarse. Ella no solo dirige un área, también dirige un corazón colectivo.
La historia de Wendy no empezó en los pasillos del Incart, sino muchos años antes. Siendo apenas una niña, su madre la llevaba al Hospital Oncológico Dr. Heriberto Pieter y al Robert Reid Cabral. No iban por una consulta ni por una emergencia; solo iban a ayudar. Entregaban medicamentos donados, colaboraban con programas para niños con cáncer, veían —desde la acera de la vida sana— el dolor de otros. “Para mí, ir a un hospital era un deber como ser humano”, dice ahora, con esa mezcla de humildad y coraje que la define.
Aquellas visitas de su infancia, señalaron su destino. En los hospitales, descubrió que no basta con sentir compasión, sino que siempre hay que hacer algo: una acción concreta, un gesto práctico, obrar con piedad. La compasiva Wendy se puso a estudiar Medicina para tener, como dice, “la ciencia en las manos”. Quería dejar de ver el sufrimiento desde afuera y meterse en él, transformarlo, derrotarlo quizás.
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Hoy, esa niña que recolectaba medicinas es la mujer que sostiene el área de Oncopediatría del Incart. No actúa como una jefa lejana, sino como una madre sobreprotectora que conoce a cada niño por su nombre, que celebra cada plaqueta que sube, cada náusea que cede, cada paso que se da sin dolor. No hay gesto menor para ella, al saber que aquí, en las salas del Instituto, el tiempo es un lujo y una forma de cariño.
El lugar no es la antesala de la muerte, sino la reafirmación permanente de la vida. “Cuando uno piensa que ya no hay nada que hacer, es cuando más cosas se pueden hacer”. Son palabras de una doctora que ha aprendido a obrar milagros cotidianos: cumplir un deseo, ofrecer un paseo, regalar una caricia. “Un niño, por ejemplo, pidió tocar un caballo antes de morir; otro, nunca había visto el mar. Y allá fueron, organizando desayunos frente al océano, así que reunimos a sus familias e hicimos un picnic frente al mar, y al poco tiempo los perdimos”, recuerda la doctora Gómez.
Los niños van por los pasillos del Incart en busca de la campana de los campeones. Esa campana suena cuando la batalla ha terminado y los niños resultan ganadores.
El día a día 6i1c4a
El recorrido empieza en el llamado “hospital del día“, un salón con doce sillones y más de 300 historias circulando cada mes. Allí, entre agujas, sueros y medicamentos, también hay libros, juegos, dibujos. Entre una vía periférica y una central, puede nacer una sonrisa. Aquí, la alegría también es parte de la terapia.
El tratamiento no termina con la medicina. Continúa en la consulta de nutrición, en la de cardiología, en la de psicología. Curar un cuerpo es importante, pero sostener un alma lo es aún más. Por eso, también se cuida a los padres que llegan rotos por el diagnóstico y que necesitan entender, respirar y sobrevivir con sus hijos. Algunos niños, con su mezcla de furia y ternura, exigen respuestas que la ciencia no siempre tiene. “¿Por qué me pasó esto a mí">Wendy y su equipo no. Ellos escuchan, acompañan, simplemente están.
En ese acompañamiento se destaca la doctora Omageline Taveras, oncóloga pediatra y especialista en trasplante de células progenitoras hematopoyéticas. Es la única persona certificada legalmente en el país para realizar trasplantes en niños. Cuando entra a la sala, su presencia impone respeto y, al mismo tiempo, serenidad. Es la que se atreve a cruzar el umbral más delicado entre la vida y la muerte, con manos firmes y ojos de compasión.
“Creo que lo más difícil siempre es dar el diagnóstico”, dice en voz baja, pero sin titubeos, mientras echa una mirada a su alrededor. “Eso siempre va a ser lo más difícil, porque el familiar no está preparado. El paciente, cuando es adolescente, no está preparado, y eso siempre será difícil. No es que nos acostumbremos a dar malas noticias”. Se expresa con la carga de quien ha tenido que hacerlo muchas veces, pero aún tiembla por dentro cada vez que lo hace. Aquí en el Incart, aunque la ciencia avanza, la piel y el alma nunca se endurecen.
Cada día, este hospital se llena de pequeñas victorias. A veces, es una comida que se tolera; otras, un análisis que mejora, o una alegre canción entre quimio y quimio. Al final del pasillo, la campana. No hay sonido más esperado. Es el anuncio triunfal de una nueva vida.
La Unidad Oncopediátrica, recientemente inaugurada con una extensión de 1,955 metros cuadrados y un costo superior a los 178 millones de pesos, no es solo un avance en infraestructura, sino también una gran bendición. Tiene dos quirófanos, seis consultorios, salas pre y postoperatorias, áreas istrativas; y lo más importante: una zona de juegos. En medio del miedo y el dolor, los niños no dejan de ser pequeños soñadores.
Aquí, en este hospital, se lucha con bisturí, quimio y ciencia. Pero también con dibujos, caricias y canciones. Donde muchos verían el final, se construye un inicio. Aquí, donde el cáncer golpea, la ternura responde, da vida. La esperanza brilla en la sonrisa alegre de los niños. Nadie se rinde porque, a pesar de todo, hay motivos para celebrar.